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MONTEFRÍO

EDWARD S. CURTIS

J.J.D.R.
Sobre las verdes praderas, a lomo de caballo y oteando el precipicio de un rojo y ardiente cañón vertical, mientras las sedosas crines del animal dibujan el último aliento de libertad verdadera, la estampa perfecta y gloriosa de un indio norteamericano es absorbida por la lente de una cámara que atrapa el momento que deja en el vacío del tiempo los últimos estertores de un mundo que se apaga, de vidas y costumbres aniquiladas, desprovistas del sello impenetrable que marca la esencia de los pueblos en su obligado ocaso.

FOTOGRAFÍA DE EDWARD S.CURTIS
Apaches, Navajos, Comanches, Hopi, Lakotas,Cheyenne, Chimakum, Inuit, así como otras muchas tribus, fueron fotografiadas por Edward Seriff Curtis en los años más difíciles de sus vidas, cuando la aniquilación y el exterminio les habían recluido en pequeñas reservas desojándoles de su entorno, de sus costumbres, de la magia volátil y etérea que une tierra y hombre. En la frontera del olvido, la cámara de Edward S. Curtis voló por praderas y montes, se proyectó sobre acantilados y bosques, surcó ríos y recorrió los senderos perdidos del norte de América tras la huella de los últimos indios norteamericanos, con el propósito de dejar constancia en imágenes de un mundo que fenecía sin remedio bajo el yugo de la intolerancia y el desprecio.

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El 16 de febrero de 1868 nacía Edward Seriff Curtis en la localidad de Whitewater en Wisconsin (EE.UU.). Desde muy temprana edad mostró un carácter inquieto y observador recorriendo con entusiasmo las lindes boscosas que parapetaban la finca donde crecía. Con tan sólo doce años se fabrica una rudimentaria cámara fotográfica en la que coloca unas lentes que su padre le ha regalado y con la que consigue realizar sus primeras fotografías. Con tan sólo diecisiete años ya entiende la fotografía como su modo de vida y trabaja como aprendiz, montando su propio negocio en el año 1891en la localidad de Seattle donde residía desde la prematura muerte de su padre.


En poco tiempo se granjea una refutada fama como retratista y gracias a su talento puede enfrentarse a la ardua tarea de mantener a su familia.
 Un buen día le encargan retratar a la Princesa Angeline hija del gran jefe Sealth de las tribus Suquamish y Duwamish, en honor del cual, tomó el nombre la ciudad de Seattle, la más grande del estado de Washington. Conocer y retratar a la princesa Angeline fue una experiencia que le dejó una imperecedera huella, y algo en su interior comenzaba a revelar una incipiente curiosidad sobre la vida de aquellos hombres y mujeres llamados indios.


En el año 1899 forma parte de una expedición que se adentrará en territorios de Alaska y se maravillará con los paisajes serenos moteados de bosques espesos y las inmensas e inhóspitas llanuras de nieve y hielo que también supo describir la genial pluma de Jack London. Las tierras de Montana y el monte Rayner le ofrecen la oportunidad de plasmar con elegancia paisajes y, de nuevo, la mística y la enigmática aura de misterio que rodea a los miembros de las diferentes tribus indias que se va encontrando.

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Sus fotografías son expuestas y galardonadas en un certamen que llama poderosamente la atención de varias familias adineradas que ven un gran potencial en el joven Edward S. Curtis. Sus trabajos son comprados con avidez. Uno de sus mecenas será el popular banquero J.P Morgan quien era un gran coleccionista de arte.

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De esta relación, auspiciada por el beneplácito de Teodoro Roosevelt, nace un proyecto en el que se le ofrece a Edward financiación para viajar por toda Norte América fotografiando a las tribus indias en sus territorios, documentando sus vidas y creando un archivo visual que se venderá por volúmenes.
Desde aquel instante Edward viaja sin cesar por cada rincón del país tras la huella de los indios norteamericanos, con la esperanza de poder capturarlos con su cámara, antes de que el olvido caiga sobre sus ritos y costumbres para siempre.

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Pocas décadas habían pasado desde las grandes masacres que diezmaron pueblos enteros de indios a manos de colonos, buscadores de oro y el ejército norteamericano. Las tribus que aún perduran, lo hacen aislados en sus propios territorios o en pequeñas reservas acotadas por el gobierno. La gloria ancestral de muchas tribus indias apenas se vislumbra en sus vestimentas y ritos, o en el carácter obstinado y orgulloso de pequeños grupos que malviven recorriendo largas distancias alejados de los territorios que un día fueron su patria.


Edward S. Curtis fue un gran apasionado de la vida y el espíritu libre que rodeaba la vida de los indios de Norteamérica. Deseó con todas sus fuerzas dejar grabado en imágenes los últimos filamentos que, como en un estrecho cordón umbilical, unían culturas milenarias al vacío histórico al que habían sido expuestas. Durante treinta largos años convivió con innumerables tribus granjeándose su confianza y logrando con ello captar momentos íntimos vetados para cualquier otro. En su cuaderno de campo, realizaba tareas antropológicas, llevando a cabo una labor de documentación que más tarde serviría como una inagotable fuente de información histórica. Su metodología fue duramente criticada. Al no tener formación académica, la relación sistemática de sus trabajos fueron duramente desprestigiados, llegándose a afirmar que engatusaba a los indios para que posasen con sus trajes en actitudes que más réditos podían proporcionar a la imagen, buscando ése contacto presupuesto entre indio y naturaleza que tanto gustaba en aquella época a la alta burguesía americana.


Lo cierto es que gracias a Edward, gracias a su autodidáctica manera de operar sobre el terreno, gracias a su valentía y tesón, hoy día, podemos contemplar cómo eran y qué intentaron trasmitir los indios a través de las imágenes en las que quedaron cautivos, observando en muchos casos, el miedo en las pupilas del guerrero, el coraje cautivo de la mujer india, el miedo contenido o el orgullo indeleble pese al genocidio sufrido.
Perdido entre mil territorios y bosques, Edward se olvidó incluso de que tenía una familia. Padre de cuatro hijos, quedó desposeído de todos sus bienes cuando su esposa Clara J.Phillips denunció a las autoridades abandono de hogar. Sus volúmenes sobre los indios comenzaros a no tener la misma acogida entre el público y la financiación de sus viajes se terminó. Tras treinta años fotografiando más de ochenta tribus norteamericanas, con un resultado de más de 40.000 fotografías, terminó arruinado y paradójicamente en el mismo olvido del cual quiso rescatar a los pueblos indios.
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Entre sus más afamados trabajos resaltan Land of the Head-Hunter rodada en 1914, o su archiconocida obra The North American Indian, cuyo contenido de más de 2000 fotograbados es una de las mejores obras documentales existentes sobre los indios norteamericanos.

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Edward S. Curtis murió en los Ángeles en 1952 sin el menor reconocimiento por su trabajo. Su extensa obra de cinco tomos y veinte volúmenes se encuentra actualmente en la Biblioteca del Congreso de los EE.UU en Washington D.C.
Con su cámara a cuestas, recorriendo cautivos senderos otrora libres, Edward S. Curtis logró mimetizarse junto a los pueblos indios sin prejuicios xenófobos, sin el lastre de la codicia o el resentimiento, ajeno al sentimiento que poseen muchos hombres de poner nombre y apellidos a la tierra, cuando la tierra jamás tendrá dueño alguno.
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Ojos profundos, miradas distantes, colores, sonidos infinitos aullando a la luna llena, ritos ocultos, cenicientas hogueras, cánticos ancestrales, un depósito inviolable de la historia hermosa y brillante de un centenar de tribus; fueron el objetivo fundamental de la vida de este gran fotógrafo que vivió obsesionado con devolver, lleno de gratitud y respeto, la gloria perdida de los indios del norte de América.

Aportes y Datos:
Texto de mi anterior blog Centinela del Sendero










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