J.J.D.R.
El sol se derrite en mi purpúrea piel coralina.
Es tan fina la arena de mis muslos, que se derrama entre algas y quebradas
almejas de terciopelo nacarado, dejando caer como oro en polvo la semilla terrera
entre mis piernas.
Sonrojo a la mar con mis
insinuaciones, más me niego a dejar de rozar con mi aliento sureño sus mejillas
saladas, besando cada mañana la espuma de sus olas mientras arrullo la simiente
de su cuerpo marino entre los espigones y dunas que cobijo ante el levante
vespertino, ventoso y taciturno de centellas celestes, que derrama su ventolera
entre mis sueños llegada la alborada.
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Y es la luz que baña el firmamento,
junto al poder que ejerce el cincel del tiempo, instrumentos que uso para
tatuar mi vasto imperio de vida, mi reino mágico de ilusiones eternas, epicentro
donde el contraste es la ley universal que proyecta mis delirios más
apasionados.
Sollozo de placer al recrear sobre una
apartada bahía la silueta majestuosa de un cuerpo femenino. Reclino mi cuerpo
vaporoso para no dejar que el azar tome las riendas y allí donde falta una roca,
la dejo caer, decorando los huecos vacíos del mundo con efigies pétreas y
anaqueles de flores que mezclo con farolillos encrestados con la dorada luz
difusa de mil luciérnagas embebidas de luz de luna, gobernando la necedad de
una oscuridad vencida.
No descanso cuando creo senderos. Me
place hurgar entre los pliegues de mi propio manto, haciendo y deshaciendo,
desoyendo el bramido aterrador del gélido viento en las altas cumbres nevadas, mientras
alzo a mi antojo una cordillera hasta lograr que sus glaciares cumbres
descansen sobre el regazo de las nubes.
Sentada frente al mundo me vanaglorio
de mi poder infinito. Suelo abrir los brazos y, tras rozar con la yema de mis
dedos un baldío y estéril pedazo de tierra, un hormigueo extraño surge de mi
vientre cuando tras un enorme temblor que sacude mi piel de arriba abajo, un
valle colmado de árboles y flores se convierte en fuente de vida allá donde
sólo había gastada piedra.
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Entonces lloro. Y es mi llanto la
corriente de un río que se precipita siniestro desde un quebrado collado que al
caer, orada la piedra hasta convertirla en una redonda poza de fresca agua. Mi
lágrima derriba montañas, las altera, las cambia, moldeando a su abstracto
antojo figuras y geoglifos que pinto con añiles colores apasionadamente
derramados.
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Tengo por norma dejar que mi llanto
defina por sí mismo su camino. Pero en ocasiones, cuando intuyo que en su recorrido
terminará topándose con un reto casi imposible de superar, actúo de inmediato.
Me encanta hacerlo. Me acerco con cautela y tanteo todas las opciones posibles.
Suelo retirarme lejos para poder contemplar todo en perspectiva hasta visualizar
mi proyecto.
Entonces actúo. Comienzo pelando laderas y cimas como haría un ser
humano con una manzana, y en cada tajo seccionado, dejo que mis lágrimas
comiencen a regenerar la tierra. Cavo senderos entre montañas como lo haría un
niño con un castillo de arena. Aquí y allá multiplico la lluvia, o dejo como
centinela un banco enorme de niebla tan densa como la nata.
Me gustan los contrastes. Donde hay
sol de mediodía, su atardecer es coronado con un inmenso parapeto de rayos que
ilumine la noche como un farol encendido. En otros lugares, donde parece querer
reinar la más cruel oscuridad, hago que las paredes de húmeda roca parpadeen con
destellos de un azul intenso rompiendo toda regla posible, acabando con el
conformismo, con la rutina predestinada a gobernar este mágico universo.
Si nado desaparezco. Me gusta
sumergirme y esconderme bajo el manto marino. A mí paso abro canales tan
profundos e insondables que hasta las temibles mareas rehúyen acercarse, siendo
de un azul tan oscuro que son visibles a cientos de kilómetros de altura. Ni la
luz del día es capaz de iluminar mis escondrijos marinos. Observo sus rayos.
Caen perpendiculares sobre una alfombra de salada espuma y terminan difuminados
y perdiéndose en la bastedad del océano irritados al no poder alcanzarme.
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Soy madre del mundo. Soy el útero
implacable que riega de vida el universo. Soy el vientre que siembra latidos y
amamanta con su eco de vida los senderos de la Tierra. Soy quién, llegada la
alborada, renace con los agudos cánticos de los pájaros, con el timbre
resonante de las cascadas, con el gruñido del viento cuando azota con su gélida
fusta raíces y ramas y apaga su enojo mojando su silencio en brazos del rocío.
Soy salvaje e indomable. Soy tan joven como anciana, tan bella como despiadada,
tan rotunda e inapelable como serena y dócil. Soy la nube de color, el agua
trasparente, la palmera taciturna, el ojo del huracán. Soy la niebla entre tus
manos, la ducha de sal en la bahía, el canto del viento entre las rocas, la paz
del desierto y su grano de arena. Soy el túmulo imperfecto que sombrea la cala,
el gigante abeto que duerme en el bosque, la raíz escondida que crece y crece
hasta alcanzar con sus dedos el manantial de agua. Soy la enagua de la montaña,
la dolina perdida, el liguero que sujeta la pernera de un roquedal, la cueva
rojiza, la lava errante, el moho de las piedras, la espiga y la hidra, la palma
y la enredadera, la tierra baldía, la fértil, la huérfana…soy también ceniza.
Todo aquello que tus ojos ven soy.
Todo aquello que tus dedos tocan, me pertenece. Todo aquello que sacudes y rompes,
es parte de mí, como lo es todo aquello que se modifica o destruye hiriéndome,
atormentándome, asaltándome como una pica que se clavase en mi desnudo y
descuidado lomo.
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La magia desprendida de un grano de
polvo soy. Misterio y tiempo acunaron mi grito desvalido de libertad y sueños.
La paciencia es mi maná, mi pesada carga consciente y la sabiduría que fluye
en el espacio y me alimenta sigue diciéndome que espere, que no rompa con todo
en un segundo, que no ceje en mi empeño de mostrar lo maravillosa que soy,
susurrándome despacio…”aún es posible”
Jorge Donato